Opinión
Mirada profunda

Periodismo, corrupción y política

Carlos A. Sortino. (Foto Archivo NOVA)

Por Carlos A. Sortino, especial para NOVA

Está muy bien que se investiguen y se denuncien todos los delitos enmarcados en el concepto genérico de “corrupción”, cometidos por funcionarios de cualquier gobierno. Pero un gobierno, cualquiera sea su signo político, debería ser examinado por los efectos sociales de sus políticas públicas: a quienes afectan y a quienes benefician. La corrupción no las altera, porque su comisión es posible, en cualquier caso. Y, en cualquier caso, debe ser castigada.

En la década del noventa estuvo de moda en Argentina el “periodismo de investigación”, que invirtió ríos de tinta en casos de “corrupción”, lo que, según la lógica de los medios, que privilegia el escándalo a la información, ofició de cortina de humo que impidió ver en toda su dimensión los efectos sociales de las políticas públicas.

Aquellos relatos designados como periodismo de investigación resultaron funcionales al proceso neoliberal. A pesar de presentarse como una suerte de “salvaguardia” democrática, el periodismo de investigación no logró insuflar una conciencia política acorde a sus pretensiones y, por el contrario, ayudó a que se produjera el retiro de los ciudadanos de la participación en la cosa pública, al mostrar y demostrar, una vez y otra vez, la impunidad del poder político (contadas veces la del poder económico), con lo que también mostró y demostró, una vez y otra vez, la inutilidad de la participación política como método de transformación.

Hay una teoría que esgrimen muchos periodistas: la sucesión de casos de corrupción, aunque despojados de la trama, llevará a la sociedad a encontrar por sí misma esa trama, a tomar conciencia sin paternalismos sobre cuál es el verdadero conflicto.

Los hechos indican otra cosa: la sucesión de casos de corrupción despojados de la trama que los explica sólo ha conducido al descrédito de la actividad política. Esa sucesión de casos ha criminalizado la política, la condujo a integrar el concepto jurídico de asociación ilícita. El poder económico se mantiene indemne, porque, después de todo y no sin cierta lógica, la sociedad sostiene que sus abusos son consecuencia de la corrupción política. Lo que le falta a esa lógica es la identificación del agente corruptor.

Pero, claro, no podemos olvidar que los medios forman parte del poder económico. Y que uno puede ser empleado de cualquiera de esos medios o ser un free-lance. Da lo mismo. El empleado está bajo el imperio de su empleador, que tiene intereses económicos y políticos que defender y que atacar, por lo que debe ajustar a esos intereses la producción de su empresa. Y el free-lance tiene que lograr un producto vendible para ese mismo empleador (en este caso, comprador). También está bajo su imperio.

Un periodista nunca es libre, salvo que comparta el campo ideológico del empresario que lo emplea o le compra su producto. Cuando no comparte ese campo ideológico, es, simplemente, un esclavo de sus necesidades materiales. Y, como tal, una persona que vende su poco o mucho talento al mejor postor.

Si el periodismo descubre prácticas corruptas (económicas o políticas), pero no indaga sobre sus condiciones de producción (necesariamente ligadas a ineficaces o cómplices políticas públicas) y no persigue las causas por las cuales casi nunca son condenadas (también por ineficacia o complicidad), sólo es una pieza más en la “estrategia del escándalo”: descubre la corrupción, pero encubre su sentido. Pone a la vista de todos la impunidad del poder político (rara vez la del poder económico), colaborando así en la desafección colectiva por la cosa pública, lo cual fortalece el sistema corrupto, sea cual fuere el sentido social de las políticas públicas.

¿Por qué poner el acento en el periodismo, en sus condiciones de producción y en sus efectos sociales? Simplemente, porque una de las grandes mediaciones entre la realidad colectiva y la realidad individual es la praxis periodística, que legitima o impugna políticas públicas y negocios privados y con cuyas publicaciones u omisiones se construye el sentido común, que, convertido por ese mismo malabar en opinión pública, no es sólo una fuerza de la que no se puede prescindir, sino también -y en gran medida- un patrón político.

Yo también estuve allí.

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