Opinión
Síntomas de una sociedad enferma

La violencia, el periodismo y la intolerancia social

Mario Casalongue y Francisco De Narváez.

Francisco De Narváez golpeó a un periodista, esa es la noticia. No hay atenuantes, ni justificativos. Jamás los hay a la hora de intentar de definir la violencia, en cualquiera de sus formas.

Mario Casalongue, director de la agencia NOVA, fue el receptor de esa animal intimidación. Las huellas de esa golpiza pudieron verse en las redes sociales, una imagen vergonzosa, que habla de los problemas sociales que aún acarreamos como argentinos. ¿Cuánto hace ya que el ser humano dejó de resolver sus diferencias a los golpes?

No obstante lo dicho, lo peor no fue la golpiza, sino lo que vino después: la justificación de la imbecilidad. “Casalongue se lo merecía, por la nota de mierda que publicó”, dijeron varios a coro, tanto en Twitter como en Facebook.

¿Así que ahora un artículo periodístico, por cuestionable que sea, justifica la violencia? ¿Desde cuándo? ¿Y si en lugar de haber sido golpeado, el director de NOVA hubiera sido ametrallado a balazos? ¿También hubiera estado bien?

Es indiscutible que la nota que enfureció a De Narváez es polémica y cuestionable, llena de datos de incomprobable veracidad. No seré yo quien defienda lo dicho allí.

Sin embargo, está claro que existen herramientas más oportunas que el primitivo salvajismo. Por caso, hay instrumentos judiciales que se adecuan a la situación de manera más cabal que una trompada.

¿Por qué no apeló a ellos De Narváez? ¿Por qué no recurrió a la justicia civil —incluso al polémico fuero penal— si le complacía reparar su buen nombre y honor?

Nunca, jamás puede justificarse la violencia, no solo contra un periodista, sino contra cualquier ciudadano de a pie.

En este caso particular, la cuestión se agrava por el hecho de que el agresor es un referente de la política de alto vuelo, uno de los principales candidatos a gobernar la provincia de Buenos Aires.

¿Ese es el ejemplo que De Narváez deja a la sociedad respecto a la manera de resolver problemas? ¿Acaso esta será la forma en la que terciará en las cuestiones que lo incomoden en un eventual cargo ejecutivo?

Lo único positivo que arrojó todo este culebrón —si es que puede hablarse de algo positivo— ha sido el pedido de disculpas por parte del agresor, extemporáneo e incompleto, pero que no deja de ser constructivo.

Fue el reconocimiento de un error, la admisión de la imbecilidad propia. Fue todo un paso, pero —insisto— no enmienda lo ya hecho.

Como dije, pocas cosas buenas son rescatables de todo lo ocurrido. Hay mucho por criticar y más aún por analizar, sobre todo a la hora de examinar el comportamiento social que intentó culpar a la víctima.

¿Qué tan enferma está la sociedad como para hacer algo así? ¿No es lo mismo que ocurre cuando se acusa a una mujer golpeada de haber incitado ella misma a su victimario con su conducta?

En estos casos, como en muchos otros, hay que detenerse dos minutos y pensar un poco antes de decir algo inadecuado. Jamás hay que olvidar lo que alguna vez dijo Alberto Einstein: “La inteligencia es limitada, pero la idiotez no tiene límites”.

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